A
la poetiza le robaron el Sol
La
mañana del día ocho del mes de las lluvias se despertó dormida, se puso de pie
–con el izquierdo primero para no incomodar a su suerte y para burlarse de su
muerte acechante- con el parsimonioso ritual de todos los días de todos los
amaneceres vividos y por vivir. Luego se santiguó para espantar los espíritus
malignos y perversos. Y ahora sí, dejó que su diestro tocara la tibieza del
suelo de madera, tanteó las arrastraderas de espuma y color celeste, se deslizó
hacia el baño después de correr la cortina rojiza del ventanal sin ser
encandilada por la suave iridiscencia del sol.
En
el baño sosegó su vejiga a reventar, lavó sus manos tres veces para evitar la
posibilidad de un accidente o cualquiera otra tragedia mundana, miró al otro
lado del espejo y acabó por fin de despertarse con un grito apagado de
estupefacción:
El
sol –Helio decía ella- no se reflejaba –como debía hacerlo a esa hora desde oriente-.
Miró ipso facto el reloj de latas
negras y números rojizos: 6:10, contaba. Sacó su bolso del armario, lo abrió
con manos muy pero muy temblorosas, agarró el reloj de pulso que desmintió la
versión horaria del reloj de latas negras y números rojizos: 6:14.
Luego
encendió el radio en busca de una tercera versión: sólo se dejaba escuchar un
barullo espectral de fin del mundo que la obligó a poner la palanquilla en Off, y otro tanto hizo el televisor:
sólo dejó ver la feroz lucha entre hormiguitas blanquinegras espectrales de fin
del mundo. Exactamente en ese punto del tiempo, en ese instante preciso,
despertó en su cama de un golpe, sudorosa y con una terrible sensación de
verosimilitud onírica. Repitió sagradamente todo su ritual: pie izquierdo, la
santa cruz, pie derecho, lavó sus manos tres veces, se vio en el espejo, y esta
vez dejó la cortina para el final: un segundo y medio después del segundo
despertar saltó del baño a la ventana, movió la cortina color azul – la había
visto de color rojo en el otro sueño- y despertó de pie frente al espejo… De
inmediato corrió a revisar los relojes: 6:10 decía uno, 6:14 decía el otro -
¿se había detenido acaso el tiempo?-. Voló hacia la ventana, corrió la cortina
de color amarillo macilento – no se percató del extraño cambio- y descubrió,
compungida, que había perdido dos maravillas: su realidad y la luz del sol.
Ante
tal certidumbre, ante tan magna pérdida se sentó a esperar a que aquello fuere
el sueño de un sueño de un sueño – tres sueños similares soñados casi al tiempo
y sin el tiempo- , y esperaba despertar en su cama, merced al bullicio del
reloj despertador, para poner su pie izquierdo en la madera, santiguarse, poner
su diestro, descorrer la cortina color amarillo macilento, sosegar su vejiga,
mirar al otro lado del espejo y ver el saludo del Astro desde el Oriente. O quizá,
podría despertar sudorosa y trémula por tanto flagelo onírico para mirar el
reloj y darse cuenta de que era media noche, que todo había sido una pesadilla
en la que soñaba tres sueños en los cuales, luego de la ceremonia diaria, se
daba cuenta de que Helio no había salido aún.
¡Pero
No! Terriblemente no. La realidad –que también es sueño, un sueño ajeno,
divino- es implacable y siempre contraria a los antojos… Nada pasó: se quedó
sentada, como sonámbula.
-
Me quedé sentada- decía - por más de dos horas,
esperando a que aquello fuese un sueño más, una metáfora más. Dos días después,
supe que padecía una extraña enfermedad ocular: no podía ver el Sol. Por ello
jamás escribí otro poema, porque mis poemas son hijos de la luz, no nacen en la
oscuridad.
Los
sueños extraños y simultáneos anunciaron su desgracia y se mofaron de ella
mudando el color de la cortina.
La
poetisa estaba, desde aquel aciago amanecer, muerta en vida: el Sol era su
única inspiración, Helio era su musa.
Esta
fue la extraña historia que me contó
Rosa, la poetisa a quien le robaron el sol…